2/27/2006

Ser pobre en El Salvador

Silvia Arelí
1990-2016

Silvia comenzó a sentirse mal a mediados de diciembre del año pasado. Se quedaba dormida viendo televisión, tenía manchas en la cara y la piel y padecía de dolores de cabeza.

Cecilia, su maestra y madre adoptiva, la mandó a la clínica del pueblo a que se hiciera exámenes y para que le dijera que era lo que tenía

Regresó con pastillas y el diagnóstico que no tenía nada grave. Un mes despúes, cuando volvieron los síntomas, Silvia fue enviada nuevamente a hacerce más exámenes, este vez a un hospital regional más grande, en otra ciudad.

El estado de Silvia era tan grave que la internaron inmediatamente. Comenzó el juego del gato y el ratón sobre qué era lo que Silvia tenía en su cuerpo. Sus pulmones, riñones y corazón habían comenzado a ser afectados por una terrible condición que nadie podía descubrir.

La mamá de Silvia, una trabajadora doméstica con educación de primer grado, la visitaba todos los días. La primera prueba fue conseguir donantes de sangre. Más de la mitad de los que presentaba no calificaban por tener ellos mismos condiciones menos que saludables. Los doctores dijeron que no tocarían a Silvia mientras no consiguieran los donantes de sangre.

Mientras su condición física se iba deteriorando, apenas había comenzado el calvario para las dos mujeres que más amaban a Silvia: su madre biológica y su maestra y "madre adoptiva" quien además le había provisto un hogar adoptivo donde crecer, aprender, desarrollarse, formarse y trabajar.

Cada día los médicos pedían nuevos exámenes y análisis. Como el hospital no tenía los reactivos, tenían que llevarlos a laboratorios externos donde tenían que pagar. $40, $30, $80 era el costo de los exámenes. Una fortuna para una madre que talvez gana $10 diarios lavando ropa ajena.

El primer diagnóstico decía que tenía algo relacionado con inhalación de humo. Es que Silvia vivía en una habitación alquilada, junto con su mamá, su padrastro y su hermana. En esa casa hay una cocina de leña que continuamente está produciendo humo que inunda toda la pequeña casa.

Por ese diagnóstico, Silvia fue enviada a un hospital diferente donde tratan enfermedades respiratorias. A estas alturas necesitaba oxígeno permanentemente. A los pocos días se había ganado el cariño de sus compañeras de habitación, las enferemeras y un médico que le prestaba su celular para que pudiera llamar a su maestra y explicarle cómo se sentía (mal y triste).

Su última semana de vida la pasó en un tercer hospital en San Salvador. Es el hospital Rosales donde están todos los pacientes que no pueden pagar medicina privada. Ese hospital no tiene reactivos para los exámenes, película para los rayos X, sangre para las transfusiones, etc. Solamente un equipo de abnegadas enfermeras y médicos que hacen lo que pueden.

La condición de Silvia empeoraba cada vez más. Su madre natural la visitaba casi todos los días y siempre regresaba llorando, profundamente preocupada por la deteriorante condición de su hija. Su maestra y madre adoptiva igualmente, hacía lo que podía por conseguir unos pocos dólares para ayudar con la carga del tratamiento.

Nunca le hicieron una tomografía que los doctores habían indicado. Comenzó a tener convulsiones y a tener bloqueos en los pulmones y riñones. Por lo menos tenía oxígeno y acceso al aparato de diálisis.

Finalmente, a las 8 pm del sábado 18 de febrero, Silvia falleció. El diagnóstico final: un lupus agresivo que afectó todos sus órganos vitales.

Estuvimos con la familia de Silvia siguiendo todo el proceso. Una vez el hospital entregó su cuerpo, la funeraria del pueblo estaba lista a dar todo el servicio, pero por $450. Las compañeras de escuela de Silvia, sus amigos y parientes salieron casa por casa en todo el pueblo a pedir una colaboración para cubrir los gastos de vela y enterramiento.

Vimos la generosidad de la gente del pueblo. Silvia trabajaba en un pequeño restaurante donde era conocida y apreciada por la gente que venía a comer. Ella hacía las compras para el restaurante en el mercado del pueblo. Todos lloramos a Silvia. Una activa morenita que siempre tuvo una sonrisa y un espíritu de servicio que nos impactó a todos los que la conocimos.

Estoy convencido que Silvia no hubiera muerto, o habría durado más con vida si hubiera tenido los medios para pagar un hospital privado. Conozco a muchas personas que viven con la misma enfermedad y llevan vidas más o menos normales, porque tienen acceso a medicamentos a los que Silvia no tuvo.

Aunque Silvia vivió rodeada de personas que la amaban, venía de una familia que simplemente no tuvo los recursos para enfrentar su enfermedad. Los servicios públicos no fueron suficientes para salvarle la vida.

Es triste ser pobre en El Salvador.

Silvia, nunca te olvidaremos.